La Puerta

La visita había concluido. En pocos minutos abandonaríamos aquel  gigantesco edificio e intentaba retener en mi memoria el máximo de detalles posibles.  Aquella ligereza estructural y su luminosidad interior, la majestuosidad de aquellas ventanas ojivales con sus hermosos calados de piedra, las vidrieras coloreadas en un sinfín de tonos rosados, azulados…

– Definitivamente, un edificio impresionante – dije mientras me giraba hacia el grupo que me acompañaba.

Pero ya no quedaba nadie a mi alrededor. Supuse que habrían salido del edificio y decidí marcharme yo también, no sin antes echar una última ojeada al amplio salón en el que me encontraba. Sonreí.

Recorrí unos metros hacia la puerta por la que habíamos entrado y de pronto descubrí que había olvidado el camino para salir allí. Tan ensimismada estaba observando cada detalle que no recordaba por cual de aquellas puertas que tenia frente a mi habíamos accedido al salón actual.

Decidí bajar por la escalinata de mi derecha hasta la planta inferior para preguntar a alguien, pero una vez abajo tan sólo encontré un estrecho y largo pasillo sumido en la penumbra. Me adentré en el  y avancé hasta la puerta del final. Intenté girar el pomo pero no cedía. Estaba cerrada.

– Maldita sea! – mascullé.

Decidí volver sobre mis pasos para intentarlo por otro acceso pero al llegar a lo que antes había sido el comienzo de la escalera, descubrí otra puerta.

– No puede ser. He debido equivocarme de nuevo.

Mi corazón se aceleró unos instantes.

– Aquí había una escalera, estoy segura. Estoy segura.

De nuevo caminé hacia el final del pasillo, lentamente, con los brazos extendidos en cruz por si alguna otra puerta se me había pasado por alto. Nada. No había más puertas salvo la que volvía a tener enfrente.

– No, no y no. Es imposible  – dije para mis adentros.

Giré el pomo de nuevo y esta vez si cedió.  Sorprendida y a la misma vez algo asustada, abrí lentamente la enorme puerta de madera. Crujió.

Un enorme rayo de luz se fue abriendo paso entre la oscuridad del pasillo que tenia a mis espaldas.  Asomé la cabeza lentamente para comprobar que había tras ella y pude ver una escalera ascendente al fondo. Allí estaban, era mi grupo. Subían de nuevo. Pero ¿por qué por allí?, ¿quedaría otra zona sin ver?.

Aliviada, respiré hondo y caminé con ligereza hacia aquellas escaleras.

– Eh!! esperad!! – grité

Pero nunca les alcanzaba. A medida que me iba acercando, aquellas escaleras se alejaban más y más de mi. El sonido de sus voces se apagaba lentamente.

– Esperad!!  – grité con más fuerza.

Pero no lo hicieron y la última persona del grupo, desapareció tras una puerta del piso superior.  Me quedé paralizada.

Miré hacia mi derecha y descubrí un enorme ventanal oculto entre unos tablones de madera. Me acerqué y miré por entre los huecos que dejaban dos de las maderas.

Un patio. Un enorme patio con columnas y arcos de piedra. Césped verde, muy verde y flores. Muchas flores. El sol lucía con esplendor y dibujaba formas preciosas sobre la hierba al atravesar las copas de los árboles que crecían a los márgenes de aquel maravilloso rectángulo.

–  Puedo ayudarte? – una voz me sobresaltó. Me llevé la mano a la boca para sofocar el grito. – Perdón – dijo mientras sonreía – Te he asustado.

– Un poco – respondí mientras trataba de que el corazón no saliese por mi boca.

– ¿Puedo ayudarte? – preguntó.

– Si, bueno, he perdido a mi grupo y creo que yo misma me he perdido. No sé donde está la salida.

La mujer, morena, de ojos tan oscuros como la misma noche, volvió a sonreír.

– No tiene pérdida. Baja por aquí y al fondo verás una puerta. Saldrás al patio. Desde allí, gira hacia la izquierda y al final del todo verás una pequeña cancela. Da al exterior. Supongo que tu grupo te estará esperando allí.

– Muchas gracias. – volví a sonreír y comencé a bajar por las escaleras que me había indicado.

Un momento.  Esas escaleras… ¿cómo era posible  no haberlas visto antes?.

Bajé otro tramo más, y otro. Desde arriba no parecían tantas. Cada vez más deprisa hasta que las bajé de dos en dos… y llegué a la puerta que daba al exterior. La abrí y me colé tan rápidamente como mis temblorosas piernas podían. La puerta se cerró a mis espaldas.

Y se hizo de noche en apenas unos segundos. Una noche tan cerrada que ni tan siquiera podía vislumbrar las estrellas.  Aterrada, intenté abrir la puerta de nuevo, pero fue en vano.

Una llama apareció de pronto a escasos metros de mi. Y otra. Otra más. Se fueron encendiendo una tras otra hasta que todo el patio quedó iluminado. Cada lucernaria iluminó un rostro y poco a poco, cuando me acostumbre a la oscuridad, descubrí que los portadores de aquellas luces eran monjes. Cada monje llevaba una pequeña lamparita en una mano y un libro en la otra, pegado al pecho, como si quisieran defenderlos de alguien… o algo.

Me acerqué lentamente a uno de aquellos monjes con la esperanza de encontrar una salida definitiva y una explicación a aquél fenómeno que acababa de ocurrir, y muy lejos de encontrar alguna de las dos, observé horrorizada como el monje pegaba fuego al libro y se pegaba fuego a sí mismo.

– Noooooo!!!!!! – grité  mientras me lanzaba hacia aquel hombre para intentar apagar el fuego que prendía su hábito.

Pero fue en vano. Entre estremecedores gritos de dolor, el monje cayó al suelo a modo de antorcha humana. Era una biblia. El libro era una biblia.

Uno tras otro, los monjes siguieron los pasos del primero. Aquello se convirtió en un espectáculo dantesco.  Grandes llamaradas salían de aquellos cuerpos que, entre gritos espeluznantes, iban cayendo al suelo. Corrí por todo el patio intentando salvar alguno de aquellos libros. Todos eran biblias escritas en distintos idiomas. Conseguí salvar una, dos. Hebreo y latín. Y mientras los gritos se apagaban en la oscuridad de la noche, las llamas se iban consumiendo hasta quedar tan solo pequeños rescoldos entre la hierba.

Paralizada junto a la puerta, apretaba las biblias, aun calientes,  contra el pecho.  Respiraba con dificultad y el corazón era un redoble de tambores que retumbaban en mi interior.

La puerta se abrió. Me giré rápidamente hacia ella y de nuevo hacia los cadave… ¿donde estaban?.  El sol volvía a lucir como antes y la suave brisa mecía con delicadeza los capullos de los rosales.

Entré corriendo al interior y cerré la puerta con fuerza.  Con la espalda apoyada sobre la madera, miré lentamente hacia mi pecho. Las biblias aún seguían allí, conmigo.  No encontraba explicación a nada de lo que había acontecido.  No concebía como el día y la noche podían sucederse en apenas minutos.  Aquello era algo sobrenatural.

– ¿Aun sigues aquí?. ¿No has encontrado a tu grupo?.

La mujer de pelo negro caminó hacia mí. Sus ojos habían cambiado de color y ahora dos pequeñas llamas resplandecían en su interior. Su boca se torció en un gesto grotesco a modo de sonrisa.

Comencé a correr por un pasillo lateral, giré a la izquierda, luego a la derecha y me topé con otra puerta. Cerrada. No tenía escapatoria.

– No huyas. No puedes huir de mi – aquella voz salía de mi cabeza.

– No te acerques a mí!! – grité.

– Tan sólo quiero esos dos libros que tienes ahí. Dámelos y te dejare ir. –

– No! – sollocé mientras cerraba los ojos.  ¿A quién se lo decía?,  ¿de verdad había alguien allí conmigo?.

Un sofocante olor a agrio inundó mis fosas nasales. Comencé a toser con violencia hasta que quedé exhausta, casi sin respiración… y caí de rodillas al suelo.

– No – musité – debo conservarlos… no quedan más – dije en un hilillo de voz – Son las dos últimas dos biblias que quedan sobre la faz de la tierra…

Unas manos invisibles me levantaron del suelo con fuerza. Abrí los ojos. Estaba de nuevo ante la puerta que daba al patio y la mujer de pelo oscuro y ojos de fuego estaba a mis espaldas.

– Sal – ordenó.

– No.

– Sal y enfréntate a lo que verás. Si consigues salir, puedes quedarte con los libros. Si no lo haces…

Me empujó hacia el exterior… o interior, porque ya no olía a rosas, ni la hierba era verde, ni el sol brillaba sobre el azul del cielo… ni era un patio.

Una pequeña habitación de escasos metros, de paredes transparentes que dejaban ver lo que parecía el fondo del mar. Si, era agua lo que había tras aquellos muros invisibles. Agua y cuerpos mutilados, cuerpos que caminaban hacia mí y se detenían justo al llegar a las paredes de cristal. Lloraban, gritaban, imploraban que alguien les sacase de allí.  Una inmensa pena me inundó y comencé a llorar por ellos.

– Quisiera hacer algo por vosotros…  – les decía, pero de mi garganta no salía ningún sonido. Ninguno.  Mis labios se movían como los de una marioneta.

Miré hacia la puerta y supe que jamás saldría de allí. Se fue cerrando lentamente  mientras aquellos ojos de fuego me consumían, mientras la comisura de sus labios se iba curvando hasta convertirse  en una diabólica sonrisa…

Mis piernas fueron devoradas por la nada… mi tronco… mis hombros…  hasta que desaparecí.

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