Hacia algún lugar…

El aire azotaba las copas de los árboles. Los rayos de sol apenas si lograban zafarse de los densos nubarrones que cubrían el cielo. Un denso olor a tierra mojada me embriagó.

Comencé a andar sobre los pequeños charcos que se iban formando a mis pies. Allí abajo, cubierta por la cúpula enmarañada que constituían las partes más altas de los árboles, el aire se convertía en una suave brisa con olor a madera, a resina, y musgo… La luz iba muriendo a medida que me adentraba por aquel pasillo arenoso. A veces, me embargaba cierto temor, otras, sin embargo, gozaba de la paz que rezumaba aquel sombrío paisaje.

El largo vestido de gasa, rasgado por las raíces del suelo, salpicado de légamo, y escurriendo el agua de la lluvia, se pegaba de tal forma a mis piernas que por momentos, me impedía caminar. Opté por desprenderme de buena parte de la falda, dejando al aire mis lastimadas rodillas.

Ni el dulce canto de los pájaros. Ni el susurro de los riachuelos que se habían formado por la escorrentía. De pronto, todo sonido enmudeció. Ya no podía escuchar el aire jugueteando con las ramas más altas de los árboles, ni el repiqueteo de la lluvia al chocar contra las hojas.

Caminaba, arrastrando mis pies sobre el barro, adentrándome cada vez más en la oscuridad de aquel bosque. Ni tan siquiera sabía a donde me dirigía. Sólo tenía que dejarme llevar hasta algún lugar.

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