Hablábamos. En realidad, no atendía al cirujano jefe. Tampoco sé exactamente cuántos éramos. Seis? siete?. Sólo podía fijarme en él. El “nuevo”. Se había incorporado al equipo médico unos pocos días antes. Moreno, no excesivamente alto, ojos inexpresivos… El compañero de mi derecha, parecía fijarse en lo mismo que yo. Aquel tipo me ponía nerviosa.
Todo ocurrió muy rápido. Se puso en pie de un salto, y sin mediar palabra, cogió una pieza del instrumental quirúrgico y clavó su punta en la mano de uno de mis compañeros. Grité. El resto del equipo se abalanzo sobre él intentando reducirle, pero su fuerza era descomunal. Alguien me lanzó unas llaves. Las llaves de la habitación.
– Corre! Sal de aquí y cierra con llave! No permitas que salga!. Los niños!
Cogí las llaves y corrí hacia la puerta. Giré el pomo y salí al pasillo. Tiré con todas mis fuerzas de ella y me aseguré de que nadie saliese de aquella habitación. En el pasillo, una avalancha de chicos, ignorantes de lo que en realidad sucedía en una de las estancias de la escuela, caminaban de un lugar a otro, sonrientes, bromeando unos con otros.
A trompicones, conseguí llegar a la puerta de salida, tres plantas mas abajo. Y corrí, deseando escapar de aquella locura. Estaban muertos, descuartizados seguramente. Todos menos él.
A escasos metros de la escuela, había un parque de grandes árboles. Me cobijé tras uno de ellos y contemplé, a través del ornamentado balcón, horrorizada, como los pocos que quedaban vivos, iban cayendo, con las batas empapadas en sangre. Gritando, sufriendo. Cerré los ojos y salí de aquel parque. Me dirigí calle abajo, hacia una de las salidas. A la derecha, un estrecho callejón daba paso a un interminable puente sobre un enorme lago. En un último esfuerzo por escapar de aquel lugar, corrí con todas mis fuerzas. Las aguas, agitadas, chocaban con fuerza contra él, pero yo debía seguir corriendo. Tenía que huir.
Al llegar al otro extremo y una vez en el puerto, pedí un billete. No importaba el lugar. El chico de la ventanilla me aconsejó ir a Paris. Era el último barco que salía aquella tarde. Accedí.
La nave no era excesivamente grande, pero si lujosa. Al menos a mi me lo pareció. Con decoración barroca. Pan de oro y detalles en terciopelo rojo.
– Señorita?
– Si?
– Pasillo 7, camarote 03
Sólo pude escuchar aquellas palabras. Entré en el camarote y no volví a salir hasta que llegamos a Paris.
De la estancia en aquel lugar no logro recordar nada, sólo que días después tuve que regresar.
En mi mente solo podía escuchar una y otra vez la misma frase: “debiste avisar a la policía en vez de huir”, pero ya era demasiado tarde. El silencio me convertía en cómplice de aquel asesino. Aun guardaba las llaves de la habitación en mi bolso y seguramente aquel desquiciado siguiese allí. Atrapado entre cuatro paredes. Acompañado por los cadáveres descuartizados de mis colegas. ¿Por qué yo me salvé?, es algo que jamás voy a saber. Hoy, cuando he pasado de nuevo junto a la puerta, un escalofrío ha recorrido mi espina dorsal. El simple pensamiento de que algún día el hedor de los cuerpos descompuestos, lleve a la policía hasta allí, me produce un pánico inimaginable. Ese día, tendré que abrir la puerta y enfrentarme a la verdad: mi propia mente.