La verdad oculta.

Radiante. Como sólo una novia puede estarlo el día de su boda.Caminaba por la amplia avenida. El inmaculado vestido rozando apenas el pavimento. Caminado hacia el templo, altiva, con la mirada puesta en el futuro. Recuerdo sostener un ramo de rosas pequeñas, blancas, envueltas en tul y mis dedos, jugueteando con los diminutos tallos que sobresalían por entre el bordado tejido. Una multitud me seguía, con amplias sonrisas en sus labios; la luz jugando con los brocados multicolores de sus vestimentas y el sol me acariciaba el rostro, los hombros, el cuello, la cara. Feliz. Acercándome cada vez mas al templo.Era la última calle por la que debía pasar. No era ni demasiado amplia como la avenida anterior, ni tan estrecha como otras por las cuales habiamos pasado. Amplias aceras en tonos tierra y flores. Flores que caían en cascada por encima de las fachadas de las casas. Un olor intenso a jazmin, rosa, azahar. Y allí, majestuoso, elevándose hacia el cielo, el templo. Apenas quinientos metros me separaban de la construcción. Sonreí. Tal vez por última vez.

Una pequeña brisa azotó el tul de mi velo. Miré hacia el cielo. Jirones de nubes se iban formando sobre nuestras cabezas. Grises en un primer momento y negras como la mas completa oscuridad unos segundos mas tarde. Todo fué muy rápido. Un jirón de nube siguió a otro, y a otro, y a otro más, formando asi una densa capa de nubes negras. No era posible. No. El día de mi boda no. El cielo amenazó con abrirse y dejar caer su acuoso manto sobre nosotros. Aceleramos el paso. Quedaba poco para el templo. A mi derecha, se sucedían las fachadas de piedra y ladrillo, los jazmines y el azahar… A la izquierda, cuatro fachadas, separadas por el tono de la piedra. Sólo cuatro fachadas más y llegaría a la entrada de la iglesia. El viento aumentó su fuerza e hizo flotar el velo por encima de mi cabeza. Durante unos segundos no pude ver mas que un remolino de gasa tupida sobre mis ojos. Me esforcé por quitarlo y seguir caminando pero el viento lo impidió. Con alivio noté como unas manos me ayudaban a desprenderme de el, mientras mi ramo de rosas blancas se deshacía en una lluvia de pétalos que, supuse, se esparcirían por el negro pavimento.

El velo se deslizó por mi rostro y finalmente volvió a donde debía estar. Abrí los ojos agradecida por la ayuda y mi rostro pasó del fastidio a la incomprensión y segundos mas tarde al terror. Sola. Estaba completamente sola en una vieja calle. Era de noche. La noche mas oscura que jamás recuerde. Ni tan siquiera la luna se atrevía a asomar por encima de los edificios. Miré a mi alrededor. Los jazmines, las rosas y el azahar, marchitos. Grises. Rotos. Caídos. Las fachadas, antes luminosas con sus piedras de colores, aparecían ante mis ojos grises, destruídas, como si en un sólo instante hubiesen transcurrido siglos. Aquello no era posible. Cuatro fachadas me separaban aún de un templo… viejo, medio derruído. Mi respiración se hizo dificultosa. Empecé a sentir una irrefrenable sensación de mareo, y mis ojos, incrédulos, miraban en derredor, intentando descubrir lo que estaba ocurriendo. Y así fué. Sentí como alguien tiraba con suavidad de mi, aunque, allí no había nadie. Sólo yo. Cerré los ojos y bajé la cabeza intentando despertar de aquella pesadilla y al abrirlos, miré con horror mi vestido de novia. Negro. Negro como la noche que había caído sobre mi. Negro como el corazón del mismísimo Lucifer. Los mismos encajes, los mismos lazos de seda, los brocados, la gasa. Todo era igual.. pero ahora eran negros. No podía respirar. Me ahogaba. Noté que llevaba algo en mi mano derecha, ahora caída sobre el costado y miré. El ramo. Las delicadas rosas blancas se habían transformado en un apretado ramo de crisantemos. Miré horrorizada aquellas flores funerarias y me apoyé contra una de las fachadas de mi derecha. Las piernas apenas si podían sostenerme. Caí de rodillas un par de veces antes de llegar a uno de los escalones mas próximos. Me senté y traté de respirar hondo, de serenarme, pero me era imposible. Alguien seguía tirando de mi hacia la acera contraria. Era una pequeña fuerza. Podía notarla. Me resistí. El viento, ahora gélido, azotó mi rostro y entonces escuché una voz. El corazón amenazó con salir de mi pecho. Un susurro apenas audible. Un “ven, acércate” repitiéndose como en una oración, una y otra vez. Y a su vez, como si una pequeña mano me empujara a caminar hacía la acera contraria. Recuerdo haber tirado el ramo de crisantemos en medio de la calle. O ¿no lo había hecho?. Seguramente no. El ramo permanecía aún entre mis enguantadas manos.

Caminé, lentamente, apoyándome en los coches para no caer de nuevo. La voz seguía susurrando a mi oido. Se me erizó el vello del todo el cuerpo. La voz provenía de una de las casas. Miré lo que antaño había formado una espesa capa de jazmines deslizándose por la petrea fachada. Permanecí de pié, temblando, sin atreverme a entrar. La verja permanecía entreabierta. Mis piernas flaquearon una vez más y de nuevo caí de rodillas frente a la casa. La verja se abrió de par en par dejándome ver un patio de piedra oscura, una fuente seca y poco más. “Ven pequeña, acércate”. Traté de incorporarme y muy a mi pesar lo conseguí. Estaba temblando. La sangre se agolpaba en mis sienes y las martilleaba una y otra vez, en un ritmo constante, monótono, acelerado. Empujé un poco mas la oxidada verja y aún temblando entré en el patio. Una arcada corrida, con columnas de marmol tallado, conformaba lo que me pareció ser un pasillo interior, abierto al patio central. Me recordó a uno de esos viejos monasterios…

Algo me empujó hacia uno de los arcos. Mis ojos se abrieron de tal modo que pensé, por un instante, que saltarían de las cuencas y rodarían por el suelo. Un frío mortal se apoderó de mi cuerpo y el vello se erizó en mi nuca. Abrí los labios en un intento por pronunciar alguna palabra pero solo conseguí que un sonido gutural saliese de mi garganta. El estaba allí. Miré rapidamente hacia el exterior, hacia la calle. El sol bañaba las aceras y las flores de las fachadas habían vuelto a nacer. Todos estaban allí. Toda la comitiva que me acompañaba al templo estaba alli, fuera, en la calle, buscándome. Intenté gritarles pero no lo conseguí. Mi voz parecía haberse descompuesto en pequeños sonidos roncos que salían apresuradamente de mi garganta. Entonces descubrí que ninguno de los que conformaban el grupo tenía rostro. No había nada en sus rostros, sólo piel, rosada, tersa y donde debían estar sus ojos tan sólo había una sombra negra. Nada más. Ni labios, ni nariz.. nada. Solo piel. Creí morir. El martilleo de la sangre en mis sienes se hizo insoportable. Me llevé las manos al rostro y negué con la cabeza, con movimientos lentos, cortos, como si con ello pudiese hacer desaparecer todo aquello.

Unos dedos, suaves, apartaron una de mis manos, luego la otra. Era El. Abrí los ojos lentamente, deseando que no estuviese alli. No fué así. Estaba justo delante de mi, sentado sobre un frío banco de marmol blanco. Mi abuelo. Pero aquello no era posible. No podía serlo. El había muerto meses atrás. Le miré con angustia, sin poder hablar y entonces sonrió. Su piel aún estaba intacta aunque había adquirido un cierto tono ceniciento. Giré la cabeza un poco y vi como unas sombras se deslizaban por detrás de él. Primero fué una mano, después la otra y finalmente salieron de la oscuridad para rodear el banco de piedra sobre el que mi difunto abuelo permanecía apoyado. Y allí, sentados alrededor de él, los pude ver. Gente que había fallecido meses, antes, años antes. Unos mas deteriorados que otros, me miraban. Si, yo los conocía, los había conocido en vida. Aquella mujer.. recordé haberla visto años atrás. Ahora su rostro, no era si no una demacrada máscara de putrefacción, con la piel hecha jirones. Ella me miraba mientras de entre sus labios caía un hilillo de sangre negra y putrefacta. Temblaba. La sangre se me había congelado en las venas. No sentía el latir de mi propio corazón. Creí morir allí mismo. A la izquierda de mi abuelo, una masa informe de piel y sanguinolienta carne en descomposición me miraba. Si, pese a su aspecto deteriorado creí conocerle. Todos estaban allí. Todos los que en alguna ocasion se habían cruzado en mi vida, se habían congregado allí. Un hedor insoportable me hizo llevar la mano enguantada hacia la nariz para taparme incluso la boca. Sentí nauseas. De pronto cesó.

Una vez mas miré a mi alrededor. Y entonces comprendí lo que ocurría.

– He muerto ¿verdad? – pregunté a mi difunto abuelo.

– No.

– ¿No? – pregunté tratando de mantener la calma.

– No hija mía – su mano se deslizó en el aire y agarró la mía. – No estás muerta. Nosotros si. Cuidamos de ti.

– ¿Por qué? ¿por qué cuidais de mi? -dije alterada- No deseo que cuideis de mi, dejadme en paz! -grité- dejadme en paz -lloré-.

Las sombras se movieron allá en el fondo. Unos ojos sin expresión, sin brillo alguno, me miraron. Un sonido bronco salió de una de las gargantas y luego se perdió entre un gorgoteo que me pareció repulsivo. Una mano apareció entre las sombras y se acercó lentamente a mi. Podía ver como entre la carne putrefacta, iba apareciendo el hueso. Retrocedí.

– ¡NO! -grité- ¡¡NO ME TOQUEIS!! -sentí asco, miedo.- No me toquéis… -y mi voz se fué perdiendo hasta desaparecer por completo entre el llanto.

– No has de tenernos miedo – dijo El – una vez fuímos como tú.

– Ahora no sois mas que pasado. Vuestro tiempo acabó. Dejadme en paz. Yo no soy de este mundo. Mi mundo esta allá, en la luz -mi cabeza daba vueltas y mas vueltas.

– ¿Tu mundo? ¿Nuestro mundo? ¿Acaso no ves que es el mismo mundo?

Llevé mis manos a las sienes y las presioné con todas mis fuerzas. Mi traje de novia, se había convertido en el traje de mi propio funeral y ahora, comenzaba a deshacerse, a descomponerse. Miré hacia el suelo y grité, más con asco que con miedo. Cientos de gusanos se habían agrupado a mis pies y ahora escalaban por la fina gasa negra hacia mi cintura. Vomité. Caí hacia atrás, y apoyándome en las pútridas flores vomité. Y cuando mi estomago se vació, caí de espaldas contra el suelo. Y allí me quedé. Inmovil, mirando hacia la oscuridad del cielo sin estrellas, sin luna.

Manos. Decenas de manos me elevaron y me depositaron sobre una lápida de marmol blanco. Adornaron mi pelo con crisantemos blancos y pusieron un negro velo sobre mi rostro. Y yo permanecí estática. Me había abandonado a aquella pesadilla de la que parecía, jamás iba a despertar.

– ¿Lo ves? -dijo una voz- Es hermosa.

– Si, lo es. La novia perfecta. – y ambos rieron. Rieron con la risa de la muerte, con la rigidez de lo que no está vivo, de lo que un día fue luz y ahora es solo polvo y putrefaccion –

Permanecí, durante lo que me pareció una eternidad, tumbada sobre aquella fría losa. Sin parpadear. Incluso tuve la sensación de que mi corazón había dejado de latir tiempo atrás. Me habían adornado el vestido con guirnaldas de jazmines secos, sin vida. De flores de azahar enmohecidas. Ni tan siquiera me inmuté cuando sus pútridas manos acariciaron mi piel. No sentía nada. Cualquier atisbo de sensación, fuese cual fuese, había desaparecido. Era como una estatua de cera sobre un altar funerario.

Fué entonces cuando mi difunto abuelo regresó a mi lado y me miró. Desde arriba, con sus ojos verdes sin vida. Me tomó de las manos y me incorporó. Le miré. El sonrió.

– Dime la verdad -le imploré con un hilillo de voz- Estoy muerta ¿no es asi?

– No hija mía. No lo estás. A partir de ahora, tendrás que soportar el peso del entendimiento. No estas muerta, ni morirás. Ni estas viva, ni vivirás. Atemporal. Tu hija mia, eres la novia perfecta. Nuestra novia. – su rostro se torció en una mueca de satisfaccion – Siempre lo hemos sabido. Tu lo has intuído. Sabías en cada momento cuando estabamos a tu lado, aunque tan sólo sintieras nuestra presencia. No era algo físico ¿verdad?. Pero tu lo intuías. Sabías que no estabas sóla, que siempre había alguien a tu lado. Una sensación, algo etéreo. Siempre fué así. Siempre lo será.

– ¿Por qué yo? -dije llorando de nuevo por todas aquellas palabras- ¿por qué?

Sus párpados, se deslizaron ahora, ocultando el verde pálido de su mirada. Y habló. Y entendí. Y supe, con aquellas, sus últimas palabras, que tenía razón. Que siempre la había tenido.

– Eres la novia de la muerte.

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