Escuchaba un murmullo. Un agradable susurro. Una voz, etérea. Recuerdo que cerraba los ojos y me limitaba a escuchar.
A veces, no podía evitar que una lágrima rodase por mi enrojecida mejilla.
Entonces, me miraba al espejo. ¿Qué buscaba realmente en mi?. ¿Qué tristeza era aquella que, día tras día, inundaba mi alma? Sin tregua.
Miraba mis manos. Un anillo en el dedo corazón. Venas. Delicadas uñas dibujadas en blanco sobre una rosada piel. Eso era yo. Tan solo una sombra rosada. Una maraña de ideas. Una mancha de tinta sobre un papel. Un triste lamento. Unas manos intentando aferrarse a la tierra. Un vacío. Tan sólo unas palabras, erróneas, en un folio que todo el mundo podía leer. Una cruel mentira.
Y desee adentrarme en el lejano mundo de tus sueños. Que gran error. En realidad estabas vacío. Tú también eras mentira. Palabras. Risas sin sentido.
Así fue que te odié. De un día para otro. Sin mediar palabra. Sin volver a pensar en ti. Te difuminaste, como una sombra en la noche. Lejos. Olvido. Tu.
Y aquella dulce voz que me susurraba versos al oído, desapareció como un lejano sueño. Como una nota perdida en una inmensa habitación, vacía, oscura.